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lunes, 8 de junio de 2020

Juan Eslava Galán entrevista a Francisco Franco.

Franco: «Ahora les parece bien que vengan moros, con lo que me lo criticaron a mí»

Franco: «Ahora les parece bien que vengan moros, con lo que me lo criticaron a mí»
Fotomontaje de Jeosm
Entrevista a su Excelencia el Jefe del Estado y Caudillo, Francisco Franco.
Con motivo de la publicación de su último libro La tentación del Caudillo: Nueve meses que no estremecieron al mundo, el escritor Juan Eslava Galán se ha visto llamado con urgencia al palacio de El Pardo. Éste es el fascinante relato de los hechos.

El taxista es de los antiguos. Zamarrilla cómoda, camisa a cuadros y un papirotazo castizo que manda el cigarrillo a la otra acera cuando ve que tiene servicio. No gasta mascarilla antivirus —le estorbaría para el palillo que lleva en la comisura—, pero le enseña un atomizador antivirus con el que hace flu-flu en los asientos de atrás cada vez que se apea un cliente.
—¿A dónde vamos? —pregunta por el retrovisor.
—A El Pardo, por favor.
—¿Va usted a ver a Franco? —se ríe del chiste.
—Algo así.
Del retrovisor cuelga un jamoncito en miniatura y una cinta con la medalla de la Virgen del pueblo.
Como ve que el usuario no habla mucho, pone las noticias de la radio: el coronavirus, que remite gracias a Dios, división de opiniones sobre Marlaska, negros reivindicativos, una alcalda andaluza que asiste a los plenos en bikini, desde la playa, tan ricamente…
—Querrá usted decir alcaldesa —corrige un tertuliano.
—No, eso era antes —se reafirma la locutora—. Alcaldesa es la mujer del alcalde; alcalda es la mujer que democráticamente ha ganado la vara de alcalde y como tal rige el municipio.
—Entonces al marido ¿cómo lo llamamos? —pregunta el contertulio
—Alcaldeso, claro.
—¡Ah!
Eslava no atiende a la radio. Va preocupado, porque no se acaba de creer lo que le está ocurriendo. Un motorista de chaquetón de cuero y casco de tanquista ruso que montaba una Sanglas modelo 400T de cuatro tiempos y motor de 423 centímetros cúbicos, catalana, para que luego digan que los catalanes no son afectos al Régimen, le ha traído a domicilio una carta.
—Ea, que usted lo pase bien —se despidió estilo antiguo, sin pedirle el número de DNI ni hacerle firmar con el dedo en una pantallita.
El sobre lucía en el remite el sello en relieve de la casa del Generalísimo.

"¡Coño! Una invitación de su Excelencia el Generalísimo —se dijo. Y luego se preguntó: ¿Pero este hombre no estaba muerto?"
Un saluda. Eslava reconoció la firma, ancha y segura del Caudillo. Nada menos.
—¡Coño! Una invitación de su Excelencia el Generalísimo —se dijo. Y luego se preguntó— ¿Pero este hombre no estaba muerto?
A esta hora de la mañana la pajarería busca el desayuno en el encinar de El Pardo, el ojito derecho del presidente Azaña, que lo protegió con mimo de las ansias deforestadoras de su gobierno.
—¡Ya ve usted, Negrín! En Madrid, rodeado de miles de hectáreas de tierra calma y erial, no había por lo visto mejor sitio que el encinar de El Pardo para un ensayo de arquitectura social, casas baratas. Cuando ganemos la guerra, ¿sabe usted el único puesto al que voy a aspirar?
—¿Cuál?
—Guarda mayor y conservador perpetuo de El Pardo. Para cuidar de las encinas, de los olmos, de los acebuches.
—¿Y de los alcornoques?
—Bueno, también de los alcornoques, aunque esos se crían solos. En España lo que sobran son alcornoques.
Azaña y Negrín perdieron la guerra y El Pardo se quedó sin más protección que la de Franco.
—Al que toque una rama, lo capo.
—¿Eso dijo el Caudillo?
—No con esas palabras, pero era la idea. El Pardo, su coto de caza.
—Casi se puede decir que puedo abatir ciervos, jabalíes y muflones desde la ventana de mi dormitorio —le decía a Carmen, la Señora, cuando ella le reprochaba que no vivieran en el Palacio Real.

"Después de unas interferencias, conecta con una emisión antigua en la que suena la voz de Joselito, el pequeño ruiseñor, cantando La campanera en un disco de vinilo"
Una niebla espesa se traga coche, carretera y paisaje. Incluso el programa de radio se interrumpe y después de unas interferencias conecta con una emisión antigua en la que suena la voz de Joselito, el pequeño ruiseñor, cantando «La campanera» en un disco de vinilo.
—Esto sí que es raro —-dice el taxista—. Iremos despacio, no sea que nos demos una leche.
Pero de pronto salen de nuevo a la carretera y al paisaje.
—Era solo un banco de niebla.
Enredado en estas evocaciones, llegan a la bifurcación, donde unos letreros señalan El Pardo y Palacio.
—Tome usted a la derecha —indica Eslava.
—¿Al mismo palacio vamos? —pregunta el taxista extrañado.
—Al palacio, claro.
De la garita sale el sargento Lupiánez, tricornio charolado, bigotazo y naranjero. Hace el saludo militar, mano a la ceja.
—¿El señor Eslava? Apéese, por favor —dice abriendo la puerta—. No se preocupe, que yo pago la carrera. El comandante asistente lo está esperando.
El comandante asistente se llama Castillo y usa unas gafitas de marco dorado que le dan un aire de oficinista. En pos de él atraviesa el visitante un par de salones decorados con tapices de Goya y Bayeu, pastores vestidos de seda cortejando a pastoras en las eras entre haces de mies recién segada.
El comandante Castillo marca el paso sobre las mullidas alfombras, camino del despacho del Generalísimo.
Huele a barniz viejo y a cerrado.
Un ratoncillo escapa bajo un bargueño filipino de caoba con incrustaciones de nácar.
Despacho del Caudillo.
El comandante Castillo da dos golpecitos en la puerta. La abre. Pasa. Se cuadra. Saluda, mano a la visera.
—El invitado, Excelencia —anuncia.
Franco, ese hombre.

"Ortega se ofreció a escribirme los discursos, por persona interpuesta, claro, porque era muy engreído y soberbio, pero le dije que no"
El perfil cesáreo de las monedas de 1 pts., 2,50 pts., 5 pts., 25 pts., 50 pts. y 100 pts. que hoy buscan los coleccionistas en el mercadillo dominical de la Plaza Mayor está sentado detrás de la mesa escritorio.
Casi oculto por una barricada de carpetas e informes, como cuando combatía a las cábilas rebeldes en los aduares marroquíes.
Emerge la cabeza cesárea de la muralla de papel. Quizá ande por los sesenta años, la edad que tenía cuando le hicieron la serie de sellos de 1955 en la que aparece en plan estadista occidental, de paisano, con un poco de papada.
Sonríe cordial. Abandona el parapeto y sale al encuentro del visitante, la mano tendida.
Eslava la estrecha. Fría. Como de difunto. No obstante, el apretón es firme, impostado.
—Es un honor, Excelencia —el visitante abate la cabeza reverente, como Josep Piqué ante el presidente Bush (solo una vez, Piqué lo reiteró dos veces más).
—Siéntese, Eslava —el Caudillo le ofrece asiento en el sofá. Él ocupa el sillón contiguo.
Suenan algo los muelles, del poco uso, pero sepa el lector que a este terciopelo rojo magenta, perdón, quise decir encarnado magenta, lo caldearon en otro tiempo muy ilustres posaderas: medio episcopado español con el cardenal Gomá a la cabeza, el Reichsführer Himmler, el doctor Fleming, Eisenhower, el chivo Trujillo, Nixon tricky, Ortega y Gasset…
—No, ese no —corrige Franco—. Ortega se ofreció a escribirme los discursos, por persona interpuesta, claro, porque era muy engreído y soberbio, pero le dije que no. Eso sí, le mantuve el sueldo de la universidad, aunque no diera clases, para que no incordiara.
El visitante descubre sobre la mesita auxiliar un ejemplar de su novela ensayada o ensayo novelado La tentación del Caudillo, con el subtítulo Nueve meses que no estremecieron al mundo, que le sugirió su compadre Pérez-Reverte entre la sopa y los garbanzos el día que degustaron el cocido especial de la Hermandad de la Legión.

Observa Eslava que el ejemplar del Caudillo tiene algunas páginas señaladas con post-its. Se ve que lo ha leído con atención, o quizá con intención. Comienza a entender qué hace en El Pardo y el interés del Caudillo por conocerlo.

"Observa Eslava que el ejemplar del Caudillo tiene algunas páginas señaladas con post-its. Se ve que lo ha leído con atención o quizá con intención"
—Así que usted es el autor de este libro, La tentación del Caudillo —le dice.
—Así es, Excelencia —lo admite—. Espero que no le haya parecido demasiado mal.
—A cosas peores está uno acostumbrado.
—Perdone que se lo pregunte, Excelencia, pero … ¿usted no estaba muerto?