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Los bárbaros, tanto los antiguos como los novísimos, no leen. Tampoco leen los vagos, los simples, los que se creen listos, los que lo saben todo, los muy seguros de sí mismos, los que dicen que una imagen vale por mil palabras sin darse cuenta de que sólo pueden decirlo – ¡y pensarlo!- con palabras. Ciertamente los más jóvenes se están pasando de la imagen a la letra – del televisor al WhatsApp- pero esos artilugios en los que leen y teclean no les permiten masticar y rumiar lo que leen. Los profesores de literatura -no todos, claro está- abjuran de su nombre y prefieren ser llamados filólogos suena a más científico. Prefieren explicar el sintagma o el fonema a transmitir emociones recitando un soneto o una cantiga. La filosofía es expulsada del curriculum del bachillerato. El presidente del Gobierno lee el Marca y lo proclama con orgullo. En O último día de Terranova, Manolo Rivas novela el cierre de una librería simbolizando la clausura de todas las librerías. ¡Aquellas venerables librerías con su fondo de armario de libros en las que parecía condensarse toda la sabiduría del mundo! Galicia parece aproximarse a aquella situación que Lucas Labrada reseña en su Descripción del Reino de Galicia: Tres librerías y tres mil tabernas. Los expertos proclaman el final de un ciclo. La predicción es casi unánime. Tal como a mediados del siglo XV la invención de la imprenta con caracteres móviles acabó con el pergamino y el códice, del mismo modo la electrónica acabará con el papel y el libro.